El siglo XIV y el mar: Una historia sobre el 700 aniversario de Portugalete

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Muelle de Portugalete

La historia que nos contaban de niños -y aún en el bachiller-, corría a saltos, nos parecía que la época romana fue larguísima y llena de sucesos, que luego hubo una “oscura y breve” Edad Media que dio paso a un “renacimiento” largo y fecundo que trajo la modernidad y la redondez del mundo y por fin la era en que estamos ahora cuyo inicio suele atribuirse a los franceses, pero que yo creo que arrancó con el vapor y sus máquinas.

El siglo XIV y el mar: Una historia sobre el 700 aniversario de Portugalete

Pongámonos en el año 1300, cuando Dante triunfaba en una Venecia llena de mercaderes y riquezas y esos ecos –de marino en marino- estaban llegando a Bizkaia, y Bilbao se organizaba como villa dotándose de cartas de garantía para ensayar suerte como lo hicieran décadas antes los tirrenos; cartas para salir a negociar por el mundo. Las noticias que se traían desde el Oriente Medio a través del Mediterráneo, hablaban de negocios fantásticos con perfumes, sedas, loza, especias, tintes y otras cosas ligeras e innecesarias pero que a las sociedades que comenzaban a sentirse ricas, les privaban…

Había un gran negocio en ciernes.
Pongámonos otra vez en la época. Nuestras gentes saben navegar en un mar temible, saben construir barcos y tejer velas, saben pescar bacalao y ballenas, fundir y forjar hierro y tallar la piedra con maestría, pero llevan milenios sin viajar ni medirse con nuevos retos, sin mirar más allá de su valle y la línea que cierra el horizonte, pero algo se mueve y en las calles, en los mercados y al salir de misa, cuando se descarga el vinagre que llega de Cádiz y mientras se sala el bacalao o se carda el lino se habla de dar el paso a comerciar con puertos lejanos… Surgen personajes adinerados que proponen construir cocas, carracas y naos y saltan jóvenes dispuestos a enrolarse… y esa dinámica será imparable.

Es cierto que las villas de Bermeo y Bilbao se adelantan, una por ser pescadora y la otra por su vocación consular, pero Portugalete tendría en las dos ocasiones históricas citadas, una llave decisiva, la de su localización estratégica y la de sus hombres y mujeres dispuestos a sacar partido de localización y conocimientos.

Hace 700 años el estuario de Bilbao era inmenso; un Abra en la que cabía la flota del mundo conocido, un gran Nervión que invitaba a las mareas a subir hasta los “tximbos” de La Peña, un dédalo de ríos y arroyos por los que las pinazas, lanchas, txalupas y gabarras podían adentrarse hasta minas y villas; varaderos por doquier, fuentes de agua clara, astilleros, fundiciones y atarazanas… Un paraíso para la navegación que solo tenía un punto negro: La temible barra de Portugalete.

La barra de Portugalete podía desanimar a los marinos más aguerridos, porque una semana de temporal o un aguaducho repentino podían cambiar su lomo escondido y hacer que un barco que llegara desde Mesina o “Librepul” (como aún decía mi abuelo), embarrancara y se perdieran hombres y cargamento a dos leguas de su destino y después de semanas de navegación o de luchar contra las borrascas del Gran Sol. La barra obligó a que Bilbao fuera un “puerto en dos etapas”, especialmente para los barcos que llegaban; barcos que tenían que arriar el ancla frente a Zierbena y esperar a los prácticos de Portugalete que llegaban al punto con recados y preguntas.

Y con ofertas que no se podían rechazar…
Estos pilotos de la ría explicaban cómo estaban la barra y las mareas y planteaban un programa que siempre consistía en dos condiciones, la de cómo y cuándo cruzar la barra con la marea y el viento convenientes y la de cómo anclar en la ensenada de La Kanilla, un ancla a la ría, un cabo a tierra y la de cómo seguir después de un descanso y aguada hasta volver a arriar amarras y poner rumbo a Bilbao.

Portugalete no tenía diques comerciales, pero era un buen refugio protegido de los noroestes, tenía buena agua, posadas y fondas donde las tripulaciones que no tuvieran cuarentena podían estirar las piernas, dar cuenta de un buen guisado, mandar un correo a casa y calcular las ganancias del viaje.

Durante siglos, mientras la vela fue el motor del mar y hasta que la técnica y el vapor dominaron las arenas de la barra, estas operaciones dieron trabajo y prestigio a los portugalujos, que los marinos euskaldunes de entonces pronto conocieron como “jarri eillak”, algo así como “los amarradores”, porque ese oficio tan épico, cambiante, duro y técnico incluía servicios de precisión, como el coordinar varios bateles a la boga tirando de la proa del barco para que este no cabeceara al cabalgar las espumas de la barra o amarrar con seguridad con fuertes corrientes…

El comienzo de Portugalete tras la Carta de Doña María confirmándola como Villa no fue fácil; solo unos años después de lograr ese título, llegó desde Mesina la Peste Negra, hundiendo en una gran desesperación a los portugalujos antes que a otros -que también serían víctimas de esa pandemia del siglo XIV- y se cerraron lonjas y comercios, se celebraron las misas en la calle y los bravos prácticos vieron diezmada su plantilla y sintieron la deserción de muchos remeros que preferían no acercarse a cada nuevo barco que llegara al Abra.

Aquello pasó y ya solo queda su recuerdo en algún viejo cuadro renegrido en alguna capilla de la Iglesia o de los conventos…
Sobrevivimos a aquello y a otras epidemias, guerras y modas, y cuando aún la gente recordaba el estampido de los cañones de Napoleón, llegaron nuevas leyes y técnicas y el vientre de Bizkaia se abrió para que cuantos quisieran se unieran a la fiesta del mineral rojo de Somorrostro. Llegaron belgas e ingleses con aparatos y botellines de reactivos que cantaban continuamente “All iron” y llegaron los nuevos hornos, banqueros y navieros y un círculo con centro en Portugalete se hizo dueño del destino de todo un país.

El Portugalete de entonces atrajo a las élites porque le sobraban atributos y, en unas décadas, todo el mundo percibió esa sensación de optimismo que vuelve de vez en cuando, y calles, tierras y aguas se llenaron de vida, griterío y proyectos.

Frente a Portugalete se extendía un gran arenal con su dorada duna, sus pozas y lagunas, con su atalaya de Ondiz y su río Gobela que dudaba cada primavera si salir por La Bola o por Udondo; y con ese optimismo, riqueza e ideas, un portugalujo de adopción y vocación tuvo una idea genial que pronto hizo suya a ricos comerciantes, marinos y banqueros, Alberto de Palacio creó la idea y organizó el Proyecto y la construcción del Puente Bizkaia.

Este Puente vivo de cuerpo de hierro y corazón de carbón al rojo, fue uno de los primeros pasos para consolidar la urbanización del final de la margen derecha de la ría que en 130 años fue precursora de los cambios que -primero el carbón y el acero y luego el petróleo y lo sintético- traerían a un mundo que ahora, atacado masivamente por un virus nuevo, se debate sobre si habremos ido o no muy rápido en esta carrera.